La Iglesia colonial mantenía un estricto control sobre
la vida de sus feligreses, sobre su sexualidad y hasta sobre sus pensamientos.
Prácticamente no existía la vida privada como derecho de las personas, porque
la Iglesia, a través de la confesión, descubría hasta sus secretos más íntimos.
De otro lado, siendo no muy grandes las ciudades de Quito y Guayaquil, y muy
pequeños el resto de los pueblos, todos se conocía, todos sabían las historias
de todos y todo se contaba a voz en cuello, los esclavos e indios informaban a
lo que veían o escuchaban a sus amos y a los sacerdotes y éstos, a su vez,
daban cuenta de todo lo que pasaba a sus alrededor a las autoridades
eclesiásticas y civiles. Dichas autoridades regulaban la movilización de las
personas, con lo cual ejercían una forma de control general y centralizada.
Ese ambiente de control y represión en fue similar en
Quito y en Lima: “Por los testimonios de los testigos (en las visitas que las
autoridades realizaban periódicamente a los barrios) se nota que la vida
privada era una esfera sumamente permeable, ya la vida cotidiana suponía una
cercanía muy marcada entre las personas. Esto facilitaba a las autoridades los
accesos a la intimidad de los personajes en cuestión.
Para la gente de la ciudad que una mujer entrara a
“deshoras” en casa de un hombre solo y viceversa, que alguno de los implicados
visitara con regularidad el lugar de residencia del otro, “que comieran y
bebieran juntos en una misma mesa” evidenciaba la existencia de relaciones
sexuales ilícitas” ( *Maria Emma Manarelli).
Contribuía efectivamente al control ideológico de la
población quiteña la existencia de gran cantidad de conventos , poblados por
infinidad de frailes. En 1656, el obispo Montenegro enumeraba alguno de los
conventos existentes: en Ibarra, que no tenía más de setenta vecinos, había
cuatro conventos; Latacunga, que solo era asiento y no llevaba a villa y tenia
cuatro; Riobamba, villa de noventa vecinos, tenía cuatro conventos de frailes,
uno de monjas y dos curas. En Loja había un o y en Cuenca dos.
De otro lado, era la Iglesia la que controlaba y
registraba los actos civiles de las personas, desde su nacimiento y hasta su
muerte; autorizaba y realizaba los matrimonios; inscribía los nacimientos,
fuesen legítimos o ilegítimos; entendía y decidía en los juicios de divorcio o nulidad del
matrimonio, en las demandas por amancebamiento; imponía castigos o daba la
absolución de los pecados en el confesionario; y escuchaba los más ocultos
secretos en el momento de la muerte. Tenía, por tanto, un control rígido y
especifico sobre todas las personas de su jurisdicción, en especial de las
mujeres, las cuales, frente a las dificultades de su vida cotidiana o ante la
presencia de problemas sicológicos, recurrían a la ayuda y consejo espiritual
de los sacerdotes. De este modo, los religiosos regían por entero la vida de la
comunidad a través de la manipulación de las mujeres, lo cual adicionalmente
les permitía obtener también réditos sexuales y económicos.
Uno de los ámbitos particularmente vigilados y
controlados por la Iglesia era del arte y la cultura. Según la concepción
eclesiástica, la única finalidad de la creación intelectual y artística debía
ser el culto a Dios, a la corte celestial a los valores y símbolos religiosos,
como lo prueba hasta la saciedad todo el arte de la llamada “Escuela Quiteña”,
hermosa pero poco original recreación de las imágenes y temas de la pintura y
escultura religiosas de España. En casi todas las expresiones de la iconografía
e imaginería religiosa, las mujeres aparecen en tanto que representaciones de
la virgen, de las santas o beatas de la iglesia o de humildes pastorcitos en
actitud de oración.
A partir de esta estrecha conceptualización del arte,
quedaban de hecho condenadas como heréticas o pecaminosas todas las demás
manifestaciones del arte, inclusive las pinturas y esculturas que no
respondieran al ideal religioso. Así lo prueban con abundancia de ejemplos, las
célebres ordenanzas del virrey Toledo, que prohibían y calificaban de
idolátricos todos los cantos y bailes de los indios, y el mismo sentido
tuvieron una infinidad de decretos canónicos y pastorales eclesiásticas que
condenaron, a lo largo de la vida colonial, las expresiones artísticas no
religiosas, tales como la pintura y escultura profanas, la danza, el canto y
baile colectivo, tanto de blanco como de mestizos y negros e indios.
Un ejemplo
relevante de esa satanización del arte no religioso lo tenemos en el famoso
cuatro titulado “El Infierno”, del Padre Hernando de la Cruz, que se conserva
en la iglesia de la Compañía de Jesús, de Quito, en el cual aparecen, entre los
condenados por la ira divina, unas gentes en mallas de ballet,
Identificadas con el título de “bailarines
deshonestos”.
Jenny Londoño López
Historiadora Ecuatoriana.